Qué lucha armada, ni qué ocho cuartos
En días pasados, en un evento con un buen número de reincorporados de las FARC, conversé con un antiguo mando de la organización, a quien conocí en filas como un destacado guerrero. Un hombre que pasó la mayor parte de su vida guerrillera en fuego cruzado con el enemigo, dirigiendo unidades cada vez más grandes, desempeñándose con maestría en las más complicadas situaciones de combate.
Un tipo modesto, como ordenaba el estatuto fariano. Que nunca se sintió mejor que los demás, que cumplía sus misiones al pie de la letra, que se sentía miembro de un Ejército en el cual el esfuerzo y las capacidades de cada uno, eran importantes en el momento preciso. Entrados en confianza, me comentó que con alguna frecuencia recibía propuestas o razones de los llamados disidentes, en las que le proponían retomar las armas junto a ellos.
Antiguos compañeros de lucha que insisten en continuar alzados, con el supuesto fin de consumar el plan estratégico aprobado por la Séptima Conferencia de las FARC. Con su hablar tranquilo, me dijo que reiteradamente les había dado un no. Y no porque se sintiera sin fuerzas para echarse un pesado equipo a la espalda y marchar con fusil y fornituras encima. Tampoco porque sintiera miedo de volver al combate. La cuestión era sencilla, no le veía ningún futuro a eso.
Era consciente de lo que habíamos sido las FARC como fuerza militar y política, un empeño que había costado más de medio siglo, en el que lo habíamos sacrificado prácticamente todo. Lo de ahora era apenas una ridícula caricatura, en condiciones históricas y políticas absolutamente desfavorables. Con una visión del mundo y del país por completo ajenas a la realidad, estancadas en un pasado del que ya no quedan sino nostálgicos recuerdos.
Moviendo la cabeza a un lado y otro, me dijo con cierto dejo amargo: Cuando estábamos en el monte, en la guerrilla, imaginábamos un mundo acorde con nuestros deseos. Creíamos a pie juntillas que las cosas afuera eran como las queríamos. Yo era uno, continuó, de los que pensaban que la gente en las ciudades estaba a punto de insurreccionarse, que solo faltaba un pequeño empujón para que se alzara a la revolución con nosotros, y así alcanzar la victoria.
Estaba convencido de eso. Por eso la estrellada fue muy grande cuando al dejar las armas me vine para la ciudad. La gente no nos amaba, ni nos veía como a sus héroes. Por el contrario, pese a que todo lo que hicimos fue pensando en un mejor vivir para todos ellos, en su felicidad, nos miraban con enorme desconfianza, no nos querían, creían de nosotros todo cuanto había dicho la prensa. Lo único que nos agradecían y aplaudían, era el haber dejado las armas y terminado la guerra.
Y eso que no todos. Una buena parte ni siquiera veía positivo eso, no ocultaba su desprecio hacia nosotros, quería machacarnos. Por eso empecé a pensar que nos habíamos equivocado en parte. O en mucho. Algo había fallado en nuestros cálculos. Anduvimos errados durante larguísimo tiempo. En medio de mi confusión, comencé a ver claro que la gente en Colombia había aprendido a aborrecer la guerra. No querían saber nada de quien los viniera a convidar a eso.
Nada bueno podía salir de ella. Era su conclusión, y me la decía tras haber estado en armas durante más de treinta años. Se supone que el pueblo debe apoyar a la guerrilla y movilizarse a su lado para darle una transformación radical a la pésima situación que soporta. Pero cuando el pueblo no cree que el camino sea el de la insurrección violenta, no hay nada que hacer. Trabajamos durante 53 años para convencerlo de eso, pero no resultó. Por lo que haya sido.
Algunos se ufanan de completar más y más años en el monte, como si la cuestión de la revolución fuera sumar décadas interminables de lucha lejana en las montañas. Una clara desviación del marxismo y de la lógica más elemental. Para ellos y los tales disidentes, quienes dejamos las armas y nos convertimos en partido político legal que lucha pacíficamente por el poder, no somos otra cosa que traidores, vendidos, corruptos, arrepentidos, acomodados.
No se percatan de su conversión en sectas fanáticas, aisladas por completo del sentir general y popular. De que no se trata de debatir sobre la vigencia de la lucha armada, sino de comprender que esa forma de lucha está fuera de lugar en las condiciones actuales. Por ahí siguen produciendo comunicaciones delirantes, que solo leen y comparten un número cada vez más ínfimo de sus seguidores. Rabian, difaman, amenazan, firman sentencias de muerte.
En eso quedaron. Son patéticos, dan lástima. Como me dijo una señora sensata estos días, qué lucha armada ni qué ocho cuartos, estamos en Colombia, queremos paz.
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