“La historia como campo de batalla”

“La historia como campo de batalla”

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Derechos y coherencias de una transición. Apuntes (2)

I. Un libro para un ejercicio

Enzo Traverso, historiador y académico italiano (1957), escribió hace unos años ese magnífico libro que, pese a mantener un foco principalmente eurocéntrico, sirve de manera importante para la reflexión urgente y coherente del caso colombiano (“La historia como campo de batalla. Interpretar las violencias del siglo XX”. FCE, Buenos Aires, 2012).

¿Por qué tendría que ver con Colombia? Por muchas razones, dos de las cuales brevemente trataré de exponer.

La primera, en relación con la más inmediata coyuntura, con el registro más próximo, a partir del cual puede entenderse la utilidad de un texto que nos devuelve a un juego que se entraba entre la negación y el negacionismo de violencias organizadas, leído en el discurso político oficial y su representación en el actual proceso de paz donde se vive la tensión fundamental por la verdad histórica. En esta línea, la mayor fuente es el propio Presidente Santos y sus recientes declaraciones.

La segunda, relativa a la necesidad de develar la conexión orgánica entre una interpretación y el objeto interpretado, es decir, en concreto, entre un cúmulo de la historiografía y la opinión moldeada estratégicamente de diferentes modos, que se fue encajando en la función de encubrimiento de un régimen, y los requerimientos de dicho orden, en tanto se propuso la constricción o represión del pensamiento crítico, a su vez tachado de posición subversiva y castigado como tal. Dicha exigencia de control, debe enseñarse cómo funcionó y cómo funciona en sus múltiples articulaciones. Siendo este objetivo altamente delicado y fundamental de asumir, está justificado no en tanto se precise señalar la matriz ideológica de los que creen en su derecho a defender un sistema neoliberal de exclusión y “violencia legítima”, sino en tanto algunos de esos intelectuales, comentaristas o generadores de opinión, armaron tesis de impulso e impunidad de crímenes de Estado y del Establecimiento, por las cuales se les pagó o se les continúa recompensando.

Sin duda, la trama de esta asociación se fraguó principalmente a finales de los años ochenta, se desarrolló en los noventa y se encumbró en el período de gobierno de Uribe Vélez, en concordancia con el proyecto de toma paramilitar del país, hecha no sólo de forma brutal con la fuerza directa, sino con la violencia que compenetró en la mentalidad y el sentimiento de millones de colombianos. Una insoslayable tarea de juicio ético y científico, por las consecuencias evidentes, es necesario que no decaiga indicando esos nombres y esas tesis de ignominia. Este será un trabajo a mediano y largo plazo, de mucha gente, pues son muchos los que sirvieron y sirven, con gran sustento mediático y de recursos, pero sin superior sustento científico, a una exégesis de la violencia que debe revisarse, ahora que estamos en un proceso de paz, en el que, entre otras aspiraciones, debe ser recuperada o elaborada la memoria histórica de las resistencias.

Siendo todo esto una cuestión polémica, que de una forma u otra deberá ser recogida luego en los trabajos de una futura Comisión de la Verdad, implica arriesgar con dicho ejercicio, poniendo sobre la Mesa elementos de esclarecimiento que muchos intentarán rehuir. Moralmente es preferible con sus tensiones este batallar, al silencio o la tolerancia con esa historiografía o elucidación dominante.

II. De la omisión presidencial a la afirmación reaccionaria

a. Antecedentes

El 15 de junio de 2014 fue la segunda vuelta de las elecciones presidenciales. Habiendo sido derrotado en la primera por el candidato de la extrema derecha, el Presidente Santos estaba urgido de hechos significativos que reforzaran la perspectiva del proceso de paz, siendo ésta una de las bases de su campaña reeleccionista.

Ocho días antes, el Gobierno colombiano y las FARC-EP firmaron en La Habana una importante Declaración o comunicado conjunto, que hizo referencia no sólo a principios para la discusión del punto “Víctimas” (como está en la agenda de diálogos), sino a la creación de una Comisión Histórica del Conflicto y sus Víctimas (CHCV). Tres días más tarde, el 10 de junio, una Declaración firmada entre el Gobierno y el ELN, anunciaba al país y al mundo que se hallaban estas dos partes en un proceso exploratorio para conversaciones formales de paz.

El Presidente Santos, por muy diferentes factores conjugados, ganó por estrecho margen dichas elecciones. El proceso de paz con las FARC-EP continuó entonces.

La mencionada Comisión Histórica, se sabe, fue un pedido que las FARC-EP realizaron sistemáticamente a lo largo de un año. Una y otra vez solicitó esta organización guerrillera que una Comisión de esclarecimiento o revisión de la historia del conflicto, se pudiera conformar para descubrir y debatir sobre grandes líneas de responsabilidad política, sobre orígenes, causas y consecuencias de la confrontación. El Gobierno colombiano, sólo una semana antes de verse desplazado en esas cruciales elecciones de junio, aceptó dicha Comisión Histórica (CHCV), pues probablemente de no haberlo hecho, habría hallado quizá un bloqueo y un mal mensaje o presagio habría golpeado la percepción sobre la buena marcha de las conversaciones.

Como sea, ambas partes firmaron lo que ya está pactado y además dispusieron el 5 de agosto, en un Comunicado conjunto (ver www.mesadeconversaciones.com.co), dotarla de un mandato claro, de criterios ordenadores y de pautas de composición, funcionamiento, duración, y fijaron otros aspectos para dicha Comisión Histórica.

Efectivamente, el jueves 21 de agosto de 2014 se instaló en La Habana dicha CHCV, integrada por doce (12) expertos, la cual contará además con dos Relatores (ver Comunicado conjunto del 22 de agosto en www.mesadeconversaciones.com.co).

b. Un binomio sin pedagogía y sin alteridad

Una recurrente (auto)crítica ha sido la falta de pedagogía o comunicación del Gobierno sobre los avances del proceso de paz en la Mesa de La Habana. Uno de los elementos que hicieron tambalear la reelección. Dicho reconocimiento de culpa se ha hecho, tanto que en la primera semana de septiembre de 2014 el propio Presidente lo expresó varias veces: “en el proceso de paz hicimos una encuesta muy profunda, muy profunda, y más del 60 por ciento de los colombianos no están enterados de los progresos que allá se han hecho” (3 de septiembre / Posesión de los Ministros Consejeros y de Altos Funcionarios de la Presidencia de la República). Y el 8 de septiembre afirmó: “yo mismo me voy a poner a ser mucho más pedagógico para que la gente entienda por qué el proceso, qué hemos hecho en el proceso, por qué estamos dando los pasos que estamos dando” (Declaraciones al programa de televisión ‘Agenda Colombia’).

Esa misma semana emprendió el Presidente una tarea de repetir discurso tras discurso un esquema, una narrativa, llama él, de presentación del proceso de paz y de los compromisos del Gobierno, en la que destaca cómo lo venía pensando hace más de veinte años, cómo se ha rodeado de asesores internacionales eficaces, cómo golpeó militarmente a la guerrilla hasta llegar al actual escenario, en qué consiste la agenda de La Habana, cuáles son sus condiciones y líneas rojas, los temas pactados y en particular qué se está hablando sobre “Víctimas”. Sin embargo, en ninguno de sus discursos o recuentos desde entonces, ante audiencias que incluyen altos mandos militares y oficiales, académicos, estudiantes de universidades privadas, empresarios poderosos y representantes de exclusivos círculos sociales y políticos, en ninguna de sus últimas intervenciones en las que hace un inventario de avances y acuerdos, ha reseñado o dado la mínima importancia a dicha CHCV.

Podemos suponer con cortesía que se trata de un mero olvido pasajero, a la espera además de que dicha CHCV adelante sus labores y presente su Informe a final de 2014. De tal modo, lo que se critica no puede ser ni la interpretación general y personal que hace el Presidente Santos acerca de la violencia en Colombia, ni se puede criticar ese descuido (no mencionar con énfasis lo que suscribió el Gobierno sobre la CHCV), en la medida que las partes son libres de dar mayor o menor importancia discursiva a algo de lo pactado.

Lo que resulta llamativo e inquietante es lo que cada vez va resultando más claro en la retórica gubernamental y en su performance o muestra escénica, con un importante factor de improvisación o acción espontánea, siempre dentro del cálculo, en la que la provocación y, en este caso, una alta dosis de prepotencia, juegan un papel muy importante. Pues demuestra qué apuesta pedagógica se está preparando y desde dónde y para qué está siendo dictada.

Y lo más contradictorio es que dicha omisión u olvido del Presidente sobre la CHCV, coincide en un binomio con las diatribas que connotados columnistas reaccionarios han lanzado sobre dicha Comisión, como una vía más para atentar contra el proceso de paz que el Gobierno Santos y las FARC-EP llevan a cabo, y atontar todavía más a una franja de actores de opinión que no es fanática de la visión uribista pero que ve con recelo la Mesa de La Habana.

Uno de esos comentaristas neoconservadores es el historiador Darío Acevedo Carmona, quien afirma en el diario El Espectador el 15 de septiembre de 2014 (ver www.elespectador.com/opinion/comision-de-historiadores-paz-y-el-conflicto-columna-516645), que el Gobierno entregó la explicación del conflicto, “a las pretensiones sociologistas y estructuralistas de las Farc”; que “no hay un paradigma ni un enfoque que dé cuenta de todos los aspectos del mismo” (forma posmoderna y cínica de banalizar señalando la verdad relativa y que cada uno piense lo que quiera mientras esa verdad no obligue); que es rimbombante la afirmación de que es un “conflicto social y armado”; y que “nunca se debió aceptar su conformación” (de la CHCV).

Resulta sólo aparente la contradicción, pues se explica la unidad o entrelazamiento en algún grado, entre esta reconvención de la extrema derecha y algunas de las premisas y horizonte conceptual del Gobierno, razón por la cual éste no da importancia a lo que firmó respecto de la CHCV, sabiendo en todo caso que les sirve las previsiones de lo que desde esa perspectiva propondrán seguramente algunos de los Comisionados de la CHCV afines a la versión oficial (no se olvide que alguno de ellos es además de profesor de Lógica Estratégica en el Curso de Altos Estudios Militares de la Escuela Superior de Guerra, asesor para asuntos estratégicos del Comando General de las Fuerzas Militares y Medalla de la Inteligencia Militar de Colombia).

Por dar otro ejemplo de esa bolsa de credo anticomunista, véase lo que el periodista Eduardo Mackenzie escribe contra la CHCV: “¿Pero cómo podrán redactar un informe “plural” si la mayoría de los miembros de la comisión son marxistas?”; “la mayoría de nombrados son distinguidos académicos que ven todo desde el prisma deformante de la lucha de clases”; “El texto de la “comisión histórica” tendrá, pues, un marco teórico contrario a la verdad”; “tendrán que negar: …Que la violencia subversiva comunista fue el resultado de un hecho político: la creación de aparatos armados y de delincuencia común dirigidos por el Partido Comunista, bajo órdenes de la burocracia soviética, para tomar el poder en un país aliado de Estados Unidos y vecino del Canal de Panamá”; “el documento de la “comisión histórica” rehusará reconocer la preeminencia de las instituciones jurídicas y políticas de la democracia”; “Será un documento esencial para justificar y desdibujar la atroz trayectoria de las Farc. Para legitimar su usurpación. “La historia es la base de nuestra propaganda”, decía Khruchtchev en 1956”; y concluye: “Es muy posible que ese documento final ya esté escrito. O que, al menos, sus líneas generales ya estén pactadas por el núcleo dominante de esa comisión. Pues habrá un núcleo invisible que impondrá la línea” (www.forolibertad.com/2014/09/curiosidades-comision-historica/).

c. Tesis para seguir negando

Sí es cierto que desde ahora pueden intuirse determinadas percepciones en juego y que deberán trenzarse, pues son públicas las trayectorias de los expertos, mandatados pero no maniatados. Cuyos trabajos académicos se conocen y son los que deberían producir “una narrativa integradora, no única, sobre lo ocurrido en el conflicto colombiano”, y “dejar de ser solo un “consejo técnico de diagnóstico del conflicto”, que, aunque tiene la misión de producir “un informe acerca de orígenes, causas factores, condiciones, efectos e impactos más notorios del conflicto en la población civil”, para constituirse en un “consejo técnico para la paz”, que es lo que esperaría uno sea lo propio de este tipo de mecanismos en el marco de una mesa de conversaciones entre gobierno y las FARC” (como lo propone el profesor Jefferson Jaramillo Marín: ver http://www.razonpublica.com/index.php/conflicto-drogas-y-paz-temas-30/7855-la-comision-historica-de-la-habana-antecedentes-y-retos.html).

José Antequera Guzmán, defensor de derechos humanos, tiene razón al insistir en la defensa de la CHCV cuando plantea: “Lo que preocupa a muchos sectores es que se dañe la sartén en la que se cocinan los huevitos de Uribe: la versión que quiso imponerse como historia oficial para justificar su política, y que ya demostró ser incompatible con las posibilidades de un acuerdo de terminación del conflicto. No saben cómo lograr mantener vigente el muro de guerra que significa decir que el tal conflicto no existe, en últimas. Quieren volver a los tiempos en que sólo se hablaba de la democracia perfecta afectada por la decisión del Partido Comunista de tomarse el poder por las armas combinando las formas de lucha, y sólo aceptan una comisión de la verdad que se encargue de establecer en cifras la tragedia que atribuyen, en sus términos, a los grupos terroristas… Como las víctimas lo estamos logrando, otros tantos tendrán que convencerse de que es hora de hacer causa común por un proyecto nacional en el que la verdad sea la base de la paz, y no su opuesto” (http://www.arcoiris.com.co/2014/08/para-que-la-comision-historica-del-conflicto-y-sus-victimas/).

Sin embargo, la posición gubernamental no ayuda cuando mantiene tesis para seguir negando y se concilia con la visión negacionista de Uribe, de la cual básicamente pueden divisarse dos proposiciones de esa tendencia, centradas como interpretación esencial: la supuesta sinrazón de la lucha guerrillera a lo largo de una historia de fracturas que acrecentó la insurgencia, dicen, lo que, además del cerco militar actual, debería obligarla hoy a desistir de su programa ilegal aceptando las condiciones o reglas del sistema político vigente (materia debatible y en la que se podrán mantener oposiciones o matices), y sobre todo: que la respuesta brutal a esa rebelión en falso, no provino gratuitamente y que, si se produjo de forma ilegítima, no fue por decisión institucional o política del Estado o sectores dirigentes, sino por grupos e intereses por fuera; nunca como posición oficial y del Establecimiento.

Es decir, que los rebeldes se equivocaron radicalmente al atentar contra una democracia en proceso, y que hubo al final “dos demonios” enfrentados que traspasaron la capacidad del “Estado árbitro”. Uno y otro tema no son solamente objeto de opiniones o dictámenes académicos: deberán ser sujetos a pruebas de carácter jurídico-penal y más ampliamente científico, para una objetivación lo más contrastada. Y es eso lo que no solamente puede comenzar a abocar la CHCV, sino una futura Comisión de la Verdad. Me refiero a demostraciones de hechos y responsabilidades.

De ahí que lo que alega la insurgencia de las FARC-EP, de no aceptar un canje de impunidades, tiene razón. No en el sentido del chiste que merodea expresando que no hay tal canje porque cada parte se queda con su impunidad. No. Sino que cada parte asume su propia responsabilidad histórica, política, ética y jurídica, mediando un debate lógico sobre referentes, formulaciones y categorías jurídicas a aplicar. Las FARC-EP y el ELN han dicho que están dispuestas como organizaciones insurgentes a encarar tal juicio histórico, mediando, lógicamente, el debate y sus pruebas.

Santos y su Gobierno claramente rivalizan con cualquier argumento que apunte a demostrar que la rebelión se fundó en motivos creíbles o racionales de orden subjetivo (ideales altruistas) y objetivos (frente a estructuras de opresión), en medio de un contexto de cierre de vías legales, sometimiento y represión. Por el contrario, su misión y visión es desafiar la fundamentación de la rebelión, arguyendo que no había y no hay derecho a ejercerla, y que tal levantamiento devino en un régimen de terror. El Presidente Santos, por ejemplo el 5 de septiembre, explicando el proceso de paz, sostuvo:

“porque en muchas de esas zonas de conflicto la gente ha estado bajo el yugo de las Farc, por los fusiles, por la violencia, por el terror, el régimen del terror / Cuando no existan esos fusiles, cuando no exista ese régimen del terror, esa gente se va a sentir libre y va a votar en contra de los que los han tenido subyugado durante dos o tres generaciones” (Presidente Santos en el 51º Congreso Anual de Confecámaras, 2014).

Es en torno a nudos semejantes de naturaleza histórica, donde vale leer y releer a Traverso, quien cita al historiador “excomunista” convertido en conservador François Furet, para quien la rebelión no nacía de contradicciones económicas o sociales, sino de una matriz ideocrática, de una ideología en la que el Terror se volvía así la culminación ineluctable de un levantamiento revolucionario , como también lo expuso el historiador reaccionario Auguste Cochin, seguido de otros de posición “genetista”, para quienes el terror deriva por sí o necesariamente de la revolución o la rebelión (págs. 76, 81, 89).

En la medida que el actual proceso de paz existe y que por definición en él nos hallamos ante un interlocutor rebelde reconocido como contraparte, sería una indebida conclusión pensar que es lo mismo el negacionismo del ex presidente Uribe Vélez a la negación o tergiversación que administra hoy en Colombia el Gobierno Santos. No obstante, esta ambigüedad oficial, esta impostura que habilita tratar reiteradamente como agente irracional y de terror al insurgente, asociada a las medidas que a su vez mantienen y redoblan la impunidad diversa con la que se ha cubierto la criminalidad de Estado y del Establecimiento (v.gr. la perversa ampliación del fuero penal militar), constituye como tal una perorata y no una pedagogía.

No deja se ser una ventajosa maniobra en la que se rechaza una relación dialógica, como es la que se requiere para superar una guerra asumiendo un proceso de conversaciones horizontales entre poderes adversos. Sólo existe el Otro -“terrorista”-rebelde- porque se le identifica limitada y primordialmente en función del castigo que ha de recibir, pero no se le reconoce en lo que tiene derecho a impugnar. No hay alteridad, ni mucho menos ética de la alteridad; no hay ruptura de la mismidad de los de arriba, y por lo tanto pocas posibilidad de un “Nosotros” propio de la ilustración, del liberalismo y el republicanismo, o sea al menos como comprensión de una carta de ciudadanía y de las condiciones de un elemental humanismo social.

III. El juicio histórico a las elites

Aunque sea un tema al que más adelante debamos referirnos de manera más rigurosa o con una aproximación sistemática, es preciso hacerlo ahora, cuando se debe puntear para insistir en la necesidad de que dicha CHCV surta una crítica fundamental; un análisis que está asociado al juicio necesario que deberá producirse desde el registro y la investigación histórica, sobre la responsabilidad de las elites, para poder entender no sólo por qué rehúyen la pregunta que la propia rebelión constituye en su oposición moral, política y armada frente a un orden de injusticia, sino la propia implicación de esos círculos de poder real del Establecimiento, en la sucesión y en la renta de lógicas criminales con las que se han eliminado miles de personas y exterminado organizaciones de oposición.

Traverso cita el debate o intercambio epistolar hacia 1987 entre Martin Broszat y Saul Friedländer (pág. 145 y ss.), sobre la historia del nazismo. Si bien Broszat aporta una propuesta de historización y reflexiones claves como la referida a la ausencia de las víctimas en el horizonte mental de millones de alemanes, lo que sería en nuestro caso desconocimiento, indiferencia e indolencia de millones de colombianos respecto de miles de víctimas, especialmente de los crímenes de Estado, y si bien Broszat llama a ver críticamente la memoria y el recuerdo mítico de las víctimas, dado que puede oponerse al esfuerzo científico de escritura de la historia, Friedländer, que no comparte acertadamente este consejo, arroja una observación que es constructiva para nuestro discernimiento, al objetar que pueda no tenerse en cuenta el resultado más terrible como fue la “sombra de Auschwitz”, la cual debía estar en primer orden, pues de lo contrario, al sustraerse del estudio, podía significar “poner entre paréntesis los crímenes nazis y, por lo tanto, ignorar, si no ocultar los vínculos que mantenía la sociedad con la política criminal del régimen” (pág. 157). El examen de esa relación indisociable entre la normalidad de la vida cotidiana y la persecución o el exterminio, es indispensable, explica, para entender la consumación de los crímenes.

Tal es el caso de Colombia, donde la “exitosa” consumación de más de treinta mil detenciones-desapariciones, o los miles y miles de asesinatos de opositores sociales y políticos, además del desplazamiento masivo de cerca de seis millones de personas, en su inmensa mayoría empobrecidas, y la correlativa utilidad económica y política tras la desmembración de colectivos, sindicatos u organizaciones populares o la acumulación de tierras y capitales en pocas manos, no puede entenderse como parte del “resultado”, sin que haya funcionado una parte de la sociedad “civil” activa y diligentemente o se hayan verificado formas de “adaptación” de ésta, a fin de que el statu quo se viera respaldado y las amenazas provenientes de la rebelión fueran sitiadas.

Traverso citando a Walter Benjamin, expresa no sólo una opción sino lo que sería un sólido soporte de método para hacer investigación sobre el sentido de la historia, donde el pasado no está archivado y donde escribir la historia significa entrar en resonancia con la memoria de los vencidos: “…hay que dar vuelta (a) la perspectiva y reconstruir el pasado desde el punto de vista de los vencidos”, sustituyendo una relación mecánica por una relación dialéctica en la que el Otrora encuentra el Ahora. “…es posible que de “la imagen de los ancestros sometidos” saque su fuerza una promesa de liberación inscripta en los combates del tiempo actual” (págs. 27 y 28).

Traverso cita a Reinhart Koselleck: “puede que la historia esté hecha por los vencedores pero, a largo plazo, las ganancias históricas de conocimiento provienen de los vencidos” (pág. 28 y 29). Y en esta línea menciona a Eric Hobsbawn, que reprochó, no sin contradicciones, mirar la historia “desde arriba” sin preocuparse por lo que pensaban la gente “de abajo” (págs. 38, 49 y 50).

Traverso igualmente lo señala criticando entre otros a Emilio Gentile, quien desarrolló una investigación sobre el imaginario fascista en Italia, basada en la empatía del historiador con su objeto de estudio. Traverso explica que esto podía volver simbólica esa terrible violencia fascista, cuando lo que debe hacerse es “poner en práctica otro tipo de empatía, dirigida esta vez hacia sus víctimas”, para lo cual es necesario adoptar “una postura epistemológica ligada a la tradición del antifascismo” (Págs. 138 y 139).

Dentro de la CHCV que entregará sus trabajos a finales de 2014 para ser asumidos en el proceso de paz colombiano, y que deberán servir para una Comisión de la Verdad, dentro de ella, hay conocidos expertos que sabemos están comprometidos con una tradición antifascista y en contra de la estrategia de guerra sucia, contra el paramilitarismo y otras expresiones degradantes en el conflicto; están en pro de una comprensión de la naturaleza política de la confrontación y del tratamiento de las causas para alcanzar mediante la solución dialogada, una base de democracia con reformas de justicia. Para ello, pueden tomar la distancia que su oficio intelectual requiere, seguramente sin caer en la “ilusión psicológica y epistemológica” que Friedländer advierte (citado por Traverso, pág. 160), pues el historiador o el experto de la CHCV en este caso, está inserto en una trama en la que interactúa y puede hacer valer con pruebas sus conocimientos y hallazgos, con la mayor objetividad posible, sin ceder a la pretendida presión positivista del relato cientificista que, como en otros contextos, finalmente termina sirviendo al poder instituido.

Enzo Traverso, de nuevo citando a Saul Friedländer, refiere cómo el pasado a investigar está demasiado cerca del historiador. Efectivamente, como lo está para la CHCV en Colombia. Y es por lo mismo que de ese pasado-presente deriva para cada quien un cierto derecho a la empatía a partir de la trama social y política que vive, y también se derivan sus correspondientes riesgos. En el campo de la solidaridad y el conocimiento del mundo con los de abajo, dicha tensión viene a ser la de un derecho-opción, equivalente a lo que el filósofo jesuita Ignacio Ellacuría formuló para ver y actualizar los derechos humanos desde los lugares de verdad y legitimidad más amplios, que son los lugares de resistencia, aspiraciones y lucha por la vida frente a inhumanas u opresivas estructuras de poder. Eso que está en el núcleo de las revoluciones y sus fracasos, es algo que en medio de condiciones de negociación política, no tiene por qué colisionar con la empatía sin paternalismos hacia los sectores sufrientes y oprimidos.

Una empatía que puede ser en general por y con las víctimas, y sin desvirtuar esto, por una inteligibilidad de la rebelión, en la historia de un país en el que hubo y hay violencias estructurales o agresiones que fundan y explican el levantamiento en armas. Es decir, no para que los expertos y relatores funjan como defensores de los rebeldes, sino de la perspectiva o comprensión histórica y sociológica de lo que originó y desarrollo ese alzamiento. En positivo: poder indicar hoy la base a transformar, o sea las causas u orígenes que no son remotos sino vigentes, a tratar en una salida política dialogada para la superación de problemáticas de exclusión o segregación.

En conjunción de esfuerzos críticos, por eso, Comisionados de la CHCV pueden elaborar con pleno derecho una posición política y ética que contribuya a develar la responsabilidad criminal de unas elites que han jugado con los destinos de un país, y respecto de la cual abundan pruebas de sus beneficios.

En esa tarea, y en esa posible empatía hacia millones de víctimas, la mayoría anónimas absolutas, siendo como fueron y son: víctimas-sujetos de actores populares organizados y perseguidos en décadas de violación de derechos humanos, guerra sucia y confrontación en Colombia; sobre todo en la probable empatía hacia las más empobrecidas y mancilladas por el abandono estatal, se afirma en ese ejercicio existencial altamente sensible, la posibilidad de un privilegio epistemológico que, reseñado por Traverso al señalar la postura de compromiso de Friedländer, tiene que ver con el hecho de que quienes, concernidos, relatarán esa historia en el presente, conocen y narrarán por cierta identificación, lo que futuras generaciones de historiadores probablemente no conocerán (pág. 161): “Esta irrupción puede revelarse fecunda, puesto que permite sacudir la frialdad de la mayoría de las fuentes escritas”.

Esto no significa atentar contra la distancia prudente que requiere la potencia intelectual y los cánones de la investigación de fenómenos sociales. Su demanda no puede ser en todo caso absurdamente apolítica ni invitar a abstraerse de una producción ética. Más ante realidades de destrucción masiva, sistemática, asimétrica, intencional, planificada, como se constata en lo que Zygmunt Bauman, Giorgio Agamben y otros autores proponen para el estudio de violencias, en este caso asociadas a poderosas maquinarias o patrones estatales e industriales.

Graves violaciones de derechos humanos, persistentes, permanentes y encubiertas por un régimen que maquina impunidades, como ha sido en el caso colombiano, sin que haya operado una dictadura militar o una irrupción patentemente autoritaria. No es una consigna sino una aterradora conclusión que en gran medida la condición sine qua non de la guerra sucia del Estado y del Establecimiento ha sido la formalidad de la democracia para aislar reprensiones y mantener con alianzas y apoyos una serie de mecanismos de terror, haciéndonos creer la visión de moderación y sujeción de la violencia a la ley, y que lo que ocurría no estaba sucediendo o era excepcional. Esto es algo sobre lo que deberán dar luz los hallazgos que nos presente la CHCV, pactada en el proceso de paz colombiano.

IV. Avanzando hacia una Comisión de la Verdad

Todo esto es muy importante que sea reflexionado no sólo por quienes se aproximan a la ardua tarea de tomar la debida distancia en la investigación y producir una elaboración crítica sobre el pasado, haciendo historia y también historiografía, sino por quienes desde las organizaciones sociales victimizadas y el conjunto de víctimas, en especial de los crímenes de Estado y del Establecimiento, deberán contribuir a la formulación de los trabajos, mandatos, facultades, características, alcances, vínculos y efectos judiciales y políticos de una futura Comisión de la Verdad.

En primer lugar, para no disociarla de los avances y acuerdos que se produzcan en el proceso de paz en cuya Mesa se deberá pactar su creación y atestiguar su independencia. Pues una Comisión de la Verdad no debe estar en contra del proceso de paz transformadora, ni la Mesa de diálogos debe estar a espaldas de lo que dicha Comisión construya. Sino para que existan sinergias y refuerzos entre su funcionamiento y los objetivos de justicia, reparación y garantías de no repetición que se forjarán en el intercambio y resoluciones que emanan de la negociación política.

En segundo lugar, para que el recurso a la memoria y la invocación de las víctimas, no sea de nuevo la banalización, la modulación, la modelación y la manipulación que los sectores de poder hacen, usándolas de manera pérfida mientras continúan garantizados los beneficios económicos y políticos del autor detrás del autor material de los crímenes.

Y más aún, en tercer lugar, para que el movimiento popular intente contrarrestar con pleno derecho el control que tanto el Gobierno como la ultra derecha buscarán ejercer para inhibir los posibles trabajos a fondo de una Comisión de la Verdad que debe indagar por responsabilidades penales y políticas de poderosos estamentos y directivos de éstos, como jefes de entes políticos y de círculos económicos o empresariales.

Y a la vez, en cuarto lugar, para que también reconozca por qué hay más allá de las víctimas, causas por las que se les persiguió. Parafraseando a Traverso, para que el recuerdo de las víctimas, pueda coexistir con el de sus conquistas, sus derrotas y sus combates (pág. 296). Explica, hablando de lo que sucede en España en torno a la lucha por la memoria histórica, que “existe el riesgo de que, una vez culminada esta enorme empresa de archivo de objetos, de reconstrucción de esqueletos y análisis de ADN, la restitución de la identidad a los cuerpos coincida con una pérdida del sentido de la historia. Las víctimas habrán recuperado un nombre, pero las razones de su muerte se habrán vuelto incomprensibles” (pág. 307).

Hace falta cuestionar la memoria prisionera de una tendencia paternalista y humanitarista, que es la de “visitar el pasado desde el prisma de la víctima, en un horizonte privado de cualquier utopía”. Refiriéndose Traverso por ejemplo a la esclavitud, subraya: “Lo que desaparece es el recuerdo, tanto en el discurso público como en la conciencia histórica, de una emancipación conquistada y no concedida” (pág. 314).

Por eso tienen sentido liberador los encuentros de víctimas por acciones de las partes contendientes en el conflicto colombiano, que han ido a La Habana a apoyar el proceso de paz. Y no menos sentido tiene ver qué luchas fueron intencionalmente victimizadas, por quiénes, por qué y en razón de qué ganancias o intereses.

Hace falta que el Gobierno realmente apueste a esa utopía que obra ya por fuerza de lo pactado con la insurgencia, de avanzar hacia una solución política al conflicto, con garantías de no repetición. Para ello debe asumir una pedagogía coherente, o sea con otredad, con alteridad, afrontar sus responsabilidades históricas y compartidas para un devenir sin confrontación armada. Se impone entonces que supere su inconsistencia y se despida en serio del negacionismo heredado, que contradice la voluntad suscrita.

Termino con la invitación que hace Traverso al final de la introducción a su libro acá citado (pág. 31):

“Para quienes no han elegido el desencantamiento resignado o la reconciliación con el orden dominante, el malestar es inevitable. Probablemente la historiografía crítica se encuentre hoy bajo el signo de tal malestar: Hay que tratar de volverlo fructífero”.

(*) Carlos Alberto Ruiz Socha, abogado colombiano, Doctor en Derecho.



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